Las demandas del público, las tendencias del mercado teatral que dictan lo que "se lleva", las expectativas de los productores, las comparaciones con otros "éxitos", los dictados de la crítica que a veces parecen sentencias. Este contexto puede distorsionar nuestra percepción de nuestro propio propósito artístico innato, llevándonos a perseguir "éxitos" que no resuenan con nuestra verdadera esencia creativa, sino con lo que "deberíamos" hacer para ser reconocidos o rentables.
El dilema del artista: ¿por qué desviarse del propósito escénico innato?
La fábula del salmón nos enseña una verdad fundamental aplicable a toda existencia. Cada ser vivo, desde la más humilde planta hasta el más complejo animal, e incluso elementos aparentemente inertes como el aire o la tierra, poseen un "propósito vital" inherente a su naturaleza. No es que el aire "decida" existir, sino que su existencia y función son intrínsecas a su ser. Todo lo que percibimos tiene su manera peculiar de ser o de estar: una forma específica de existir, de crecer, de nutrirse, de interactuar y de manifestarse. Estos patrones no son arbitrarios; son la expresión de su esencia y su papel en el entramado de la vida.
Al trazar un paralelismo con cualquier manifestación de vida en el escenario o fuera de él, descubro que con el artista ocurre exactamente lo mismo. Aunque nuestra complejidad es incomparable, los principios fundamentales persisten. Si la premisa de que todo ser vivo posee un "propósito vital" inherente y una "manera de ser" propia que lo guía en su desarrollo y existencia, entonces surge una pregunta crucial en nuestro ámbito: ¿Por qué el artista, dotado de habilidades, destrezas y capacidades creativas extraordinarias, a menudo parece desviarse de este principio fundamental de la vida artística?
La respuesta a esta aparente contradicción es compleja y multifacética, y reside precisamente en la cualidad que nos diferencia del resto de las criaturas y del arte que simplemente "existe": la conciencia del artista, su capacidad de elección creativa y su profundo pensamiento abstracto.
Mientras que el salmón sigue su instinto de forma casi automática hacia el desove, y la semilla del drama crece buscando su luz escénica sin dudarlo, el artista posee la inmensa, y a veces abrumadora, libertad de elegir. Esta libertad, si bien es una bendición que permite la innovación y la expresión personal, también puede ser una fuente constante de confusión y parálisis. A diferencia de otras disciplinas con un repertorio de formas más limitado, el artista se enfrenta a un abanico casi infinito de posibilidades en cada proyecto, cada personaje, cada puesta en escena. Esta pluralidad de caminos creativos puede generar indecisión ("¿Será este el camino correcto para la obra?"), miedo a equivocarse en la interpretación o la dirección, o la búsqueda de una gratificación inmediata (aplausos fáciles, roles comerciales) que nos aleja de nuestros propósitos artísticos más profundos y auténticos.
El salmón no teme morir tras desovar; es parte de su ciclo vital. Nosotros, los artistas, en cambio, tememos al fracaso en el escenario, a la crítica demoledora, al juicio ajeno y propio que se siente como un puñal, a la incertidumbre de no poder vivir de nuestro propio trabajo, a la soledad de no ser comprendidos o aceptados, o al abismo de lo desconocido que implica una propuesta verdaderamente arriesgada. Este miedo puede paralizarnos creativamente o llevarnos a evitar los desafíos necesarios para nuestro crecimiento artístico y la consecución de nuestros objetivos teatrales más audaces.
Además, nuestra mente, con su capacidad de reflexión, planificación compleja y abstracción para construir mundos imaginarios, es una herramienta poderosa, pero también puede convertirse en un obstáculo. A menudo, en lugar de conectar con mi intuición artística o con ese "propósito" más primario que me llama a crear, analizo y racionalizo en exceso cada decisión creativa, creando excusas o justificaciones para no arriesgarme, para no actuar con audacia o para desviarme de mi visión original. Puedo intelectualizar tanto el proceso creativo hasta el punto de desconectarme de mi propia naturaleza visceral y pasional como artista.
Al mismo tiempo, en un mundo teatral cada vez más mercantilizado y dependiente de factores que no controlo (tendencias, financiación, modas), en algunos momentos pierdo la conexión con mi biología artística y mis instintos más básicos de juego y expresión pura. No escucho las señales de mi cuerpo que me piden libertad de movimiento o una voz diferente, ignoro mis necesidades emocionales de vulnerabilidad auténtica y me alejo de los ritmos naturales que rigen el proceso creativo, buscando atajos o fórmulas probadas en lugar de permitir que la obra respire y se desarrolle por sí misma con su propia verdad.
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