No me gusta la realidad, no creo en las certezas, estas nos contraen y nos sumergen en la madeja de los hilos desordenados de lo cotidiano. Yo busco cimentarme en la constante producción de la creación para construir posibilidades, para abrir campos y senderos de probabilidades, para fundar mundos paralelos, sueños que nos trasladen a otros sueños, y después a otros sueños y a otros sueños…, y al final, estas ficciones nos ayudaran a soportar la crudeza de lo cotidiano.
No me interesa el día a día, no quiero solucionar mi aquí y ahora con cuentas y parámetros viejos, modelos antiguos y rancios. No se puede evaluar ni discernir lo nuevo con paradigmas de otros tiempos, el pasado no es más que una selección inconsciente, de aquello con lo que te sea más fácil vivir, lo sucedido vivido está. No debo hacer cuentas nuevas con equívocos y columnas de barro, el invierno puede llegar y las lluvias deshacer con el fango la nostalgia de lo que ya pasó.
No me interesa lo natural en el arte ni en la creación, no creo en la frase de “menos es mas” menuda falacia, cada ser humano artístico tiene su propias capacidades, su propia naturaleza, cada vida busca sus salidas, para el que necesita saltar, brincar, y utilizar todos los músculos de su piel, para este solo le vale ser fiel a su propia voluntad, a su propio ecosistema biológico, a su propia capacidad genuina, busco y sin cesar paradigmas nuevos.
La humanidad esta formada por un orden donde la suma multiplica, multiplica probabilidades, de ser, de vivir, de sentir; multiplica fábulas, mitos, leyendas, paradojas, quimeras, etc.
En mi vida todas las aclaraciones tienen forma de escenario, un ademán modifica el carácter del respetable, la farándula riega con su veneno hasta al mas tonto de la fila, la sala nunca se queda sola, la tristeza nos habla desde las bambalinas, y sujetas a la parrilla de las luces se desprenden las carcajadas y al final el aplauso.
Y mientras tanto, el espectador desvela el sueño del intérprete, atrapa los suspiros y las lágrimas de las historias que rememoramos.
Nada y todo ha cambiado, y ya todo no es lo mismo. El arte se mueve en esa dicotomía, en esa balanza, donde lo certero se transforma y confunde a modo de espejismo, a modo de una realidad paralela, a modo de certezas, en la única certeza que conforma al intérprete: “solo existimos tú y yo, -el que llora y el que ve cómo lloro-” trasciende a todo el público, el maléfico encanto del teatro, el deleite del directo, la seducción de la lágrima vertida en las butacas, de las sonrisas descargadas en la tercera fila, en la rabia incontenida hacia una butaca vacía, hechos inconfundibles desde la antigüedad, desde los primates que mirando al sol creían que este les abrazaba para luego protegerles.
La historia de la humanidad no está solo escrita desde “el yo te doy y tú me debes”; eso se lo dejamos a los que sólo saben sumar o restar, a los que ven oportunidades en el trasiego de la supervivencia, a los que ven la vida pasar sin que pase nada en sus vidas.
El tiempo se ha abierto paso a través del los recuerdos, de las historias - a veces escritas desde los ganadores y otras veces no escritas, porque los perdedores no sabían escribir -, de las añoranzas, de los deseos, pero sobre todo de los sueños: cuanto mejor soñemos mejor seremos, cuanto menos vivamos dormidos más despiertos estaremos.
No habrá tregua, no habrá negociaciones, el arte, y en nuestro caso el teatro, siempre se ha vestido de luto porque siempre vive el duelo, siempre muriendo, permanentemente, de la fragilidad, de la desazón, del posible cierre de todos los espacios de representación, desde siempre las plazas menos emblemáticas, coliseos, anfiteatros, gradas, candilejas, farándulas y demás espacios para el histrionismo. Todos ellos siempre, siempre amenazan con cerrarse y siempre, siempre se tienen que volver a abrir porque siempre, siempre han existido.
El arte por mucho que queramos y nos empeñemos, no se puede cosificar, no se puede hacer en serie, no hay manera de replica. Es lo que es, porque en ese momento esta siendo, y pocos minutos después ya es otra cosa. Atrapar el tiempo en el teatro es como querer meter en la caja de pandora el amor y la ternura.
El naturalismo es para los que no quieren soñar, para los que no quieren vivir de otro modo, con otros lenguajes, con otros sentidos, con otra piel.
Por el contrario, quiero extrapolar el movimiento de mi mano y convertirlo en un ala delta que me permita atravesar montañas, quiero mover la cabeza de lado a lado y que en ese mismo instante lluevan pompas de jabón; deseo que un paso hacia delante se convierta en volver a la niñez, en sacar del tiesto todos mis enfados, todas mis humillaciones, deseo dar un empujón a las paredes de mis resentimientos y enviarlas al pozo del olvido.
Quiero exorcizar mi vida, quiero trasladarme al 27 de julio 1890 donde Vincent Van Gogh se pega un tiro en el pecho, y luego, con la cara ensangrentada recibir los suspiros de un público abrumado por la escena, quiero que el estallido de la Revolución Francesa me produzca la muerte por indigencia como a Carlo Goldoni.
No busco poner cara de pasillo, cara de nada, “¡a la mierda, menos es más!” No lucho por mostrar nada que no sea genuino, quiero arrasar con la organicidad del aquí y ahora. He visto miles de versiones del Tenorio, cientos de artistas con discapacidad intelectual que, diciendo sólo una palabra, un sonido, un gemido, ya hablan de la totalidad de la obra.
Yo no quiero palabras escritas que me digan que llore o que ría, yo no quiero frases escritas por un autor totémico y falocrátrico que quiera que sienta lo que él sintió sin haberlo vivido, quiero contar historias muy humanas y dichas por seres vivos. Desdeño desde siempre al intérprete sin vida propia, al artista que se pone delante de un espejo a buscar los movimientos faciales de Hamlet. No quiero vanagloriar a estos dramaturgos que le dicen al artista cómo deben sentirse, cómo deben sentarse, cómo deben ser y vivir.
Quiero intervenir como director solo como un acompañante que busca en ti tu mejor tú, que desea escudriñar en todas tus/mis contradicciones, para que así luego podamos mostrarle al público y a nosotros mismos, que la única verdad, la gran verdad de la escena sólo se halla en estar estando en cada momento, en cada microsegundo de la escena en cada microsegundo de nuestras vidas.
Es por ello que para salir de esta sin razón naturalista hemos de viajar muy lejos, de trasladarnos al mundo imaginario de la vida, para así volar a través de la ensoñación, del arte. Y así pues, vivir la transustancia desde una realidad maldita a la creación y el arte.
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