Tres
factores integran el teatro: el público, el actor y el autor teatral.
Si
uno de estos tres factores es más débil que los demás, se produce un
desequilibrio que amenaza seriamente la labor artística del teatro. De ahí
proviene, en realidad, toda crisis teatral: de la deficiencia o ausencia de uno
de esos tres factores.
Del
público nació el teatro. Del pueblo, reunido para celebrar sus ritos
religiosos, salvaje y lleno de un estático arrebato, se destacó uno, el que
bailaba en honor del dios o —como en el caso del teatro griego— el que cantaba
algún himno en honor de Dioniso.
El
público, tanto en aquellos remotos tiempos como en la actualidad, sigue siendo
una multitud que se reúne para determinado fin, para un propósito común: antes,
para adorar a su dios, festejarlo, alabarlo, implorar su benevolencia; hoy,
para gozar de un espectáculo artístico determinado. En ambos casos, la multitud
deja de ser simplemente un grupo de gente para fundirse en un alma colectiva
con todas sus inherentes características: desaparición del individuo como tal,
notable aumento de las emociones y sensible disminución de la inteligencia
individual.
Este mismo fenómeno observamos todos los días
en los mítines o en las asambleas de carácter político, en donde tanto las
personas cultas como las incultas pierden igualmente su capacidad crítica,
siempre que el orador sepa cautivar a su auditorio o —en el caso del teatro—
que la representación logre ilusionar al público. La misma circunstancia se
produce en las representaciones de farsas y zarzuelas, donde el público se ríe
de buena gana de malos y gastados chistes, así como tampoco nota las
equivocaciones en que incurren los actores mientras éstos no se corrigen.
Cuando
a una representación asiste poco público o un público difícil y frío, y no se
logra formar un alma colectiva, el actor lo experimenta en seguida, y no es
capaz de desarrollar el mismo trabajo artístico que cuando se enfrenta con un
público que «responde».
¿En
qué consiste el goce estético del público? ¿Podemos experimentarlo si sabemos
que lo que se desarrolla delante de nuestros ojos es la realidad? Captamos
emocionalmente un mundo de ficción, estéticamente válido. Vemos en las tablas
una imagen de la vida, pero no la vida misma. De otra suerte, el teatro
no tendría ninguna importancia estética, no sería arte.
El
goce estético que experimenta el espectador consiste en una continua curva:
ilusión-desilusión-engaño-desengaño. Hay elementos propicios a la ilusión
(reales), y elementos no propicios (artificiales). Desde luego, en un
espectador dominarán, de acuerdo con su temperamento, los elementos de ilusión;
en otro, los de desilusión; pero de ninguna manera puede ser finalidad estética
del teatro una proyección sentimental total. Porque «el mundo ficticio tiene
solamente la importancia de provocar el funcionamiento del alma», y «por mucho
que un suceso escénico nos impresione como real, jamás perderemos la conciencia
de la ilusión». O como lo formuló san Agustín en sólo dos palabras: el
espectador «goza llorando».
Estas
ideas 'fueron ya' objeto de preocupación de los autores contemporáneos del
teatro clásico griego. Así, Gorgias decía de la tragedia: «Es un engaño, en
donde el que engaña parece más justo que el que no engaña, y el engañado, más
sabio que el no engañado».
Sin
embargo, podemos observar una franca disminución en la capacidad de ilusión del
público. En el ‘siglo de oro bastaban ocho versos de Lope para crear en el
espectador de La discreta enamorada toda la sensación del prado de San
Jerónimo, de noche, con toda su fragancia, su frescura, sus encantos; y con la
misma facilidad logra Shakespeare en El sueño de una noche de verano el
ambiente misterioso del ‘bosque de Atenas poblado por Oberón y su reino mágico.
Hoy necesitamos de todos los recursos técnicos: decorados, foro giratorio,
carros, iluminación, vestuario, para lograr un efecto en nuestro público, quizá
menor que en tiempos de Lope, que sólo disponía de sus versos, los actores y
una tarima.
La
participación activa del público en el espectáculo ha declinado
lamentablemente; la imaginación se ha vuelto forzosamente más débil, más pobre.
El teatro realista había ya contribuido grandemente a esa evolución inevitable,
aunque en mucho menor proporción que el cine o la televisión qué libera al
público de todo esfuerzo mental. La cámara guía la atención del espectador,
mostrándole sólo aquello en que debe fijarse. La participación del público es
completamente pasiva. En consecuencia, un público así viciado encuentra
forzosamente fatigosa una representación teatral, por buena que sea, porque no
está, ya capacitado para tomar parte activa en ella. Ya vemos aquí en qué
consiste el desequilibrio teatral: ante todo, en la falta de un público capaz
de gozar de una representación escénica. Tanto el teatro épico como el de la
crueldad y del absurdo han tratado de sacar al público de su letargo al
envolverlo en la acción misma, al hacerlo participar en forma activa del
espectáculo. Aquí es donde el teatro rompe definitivamente los moldes
convencionales.
Según
hemos visto, del público primitivo salió el primer actor, que improvisó, ante
su auditorio, lo que se proponía decir. Aunque el teatro improvisado ha seguido
subsistiendo en múltiples. El actor moderno, seguro de sus medios de expresión,
no puede desligarse ya de la labor del dramaturgo que le suministra la base
para su trabajo artístico. La finalidad del teatro es, pues, la escenificación
del drama.