Mi recorrido en el ámbito teatral ha sido siempre una senda dedicada a la reflexión y a la constante indagación sobre los mecanismos que rigen la creación artística. Paralelamente, mi esfuerzo se ha centrado en dignificar el arte que emerge desde la diversidad, una tarea ardua y, a menudo, plagada de incertidumbre.
A lo largo de mi carrera, he sido testigo de cómo incontables intérpretes han dominado la réplica de la emoción sin llegar jamás a experimentarla. Lamentablemente, he presenciado cómo la primacía del "yo" oscurece con frecuencia la esencia del "nosotros", he soportado ofensas por defender a un actor cuando, a escasos segundos de un estreno crucial en uno de los teatros más emblemáticos del país, otro actor le espetaba reprochándole e insultándole, diciendole que su desempeño actoral carecía de resolución. El actor que insultaba al otro en estos momentos es un director de casting reconocido.
He sido testigo de compañías que, amparándose en la seguridad económica, optan por refritos artísticos, conscientes de que las administraciones públicas les brindarán un sustancioso respaldo financiero. También me consta la existencia de colegas cuya única preocupación gira en torno al calendario de las próximas subvenciones, ajenos a la verdadera labor de la creación. Resulta paradójico que, a pesar de estas prácticas, algunas instituciones reconocen que este modelo no es la vía idónea para fomentar nuevos públicos o para articular una oferta teatral verdaderamente amplia e inclusiva.
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